La semana pasada mientras conversaba por teléfono con mi hermano mayor le comentaba sobre un trabajo que estaba escribiendo para una de mis clases. Entonces empezamos a recordar excursiones religiosas, que de chicos, hicimos con nuestros abuelos. Especialmente recordamos una en que la abuela nos llevó a visitar todas las iglesias de la ciudad. Bueno, nos tomó como seis meses hacer el recorrido, porque siendo Santo Domingo la ciudad más vieja de América, hay una iglesia en cada esquina. Eso sí, aprendimos muchísimo, de religión, de historia, de arte. Parece mentira que aún recordamos y atesoremos esas experiencias, estando mi abuela muerta desde hace más de 20 años.
Estos recuerdos me han hecho pensar en dos cosas: primero la importancia que tienen para un individuo las lecciones de fe durante la niñez y segundo la riqueza que es compartir la fe con otros. Nuestras primeras lecciones de fe siembran en nosotros la base para el desarrollo futuro de nuestra fe, nuestra conversión y relación con Jesús, nos van educando, nos van formando. Compartir la fe es también una experiencia que nos lleva a ver que somos una gran familia, que el lazo de la fe nos une fuertemente como comunidad. Compartir nuestra fe nos da fuerza y nos enseña que no estamos solos, pertenecemos a la gran familia de Dios.
Agradezcamos a Dios por las personas que nos han acompañado en nuestra jornada de fe hacia la tierra prometida, nuestro hogar final y verdadero.
Dulce M. Jiménez Abreu