Vivir en Nueva York me da la oportunidad de observar personas de muchas culturas diferentes. Cuando participo de la Eucaristía en mi parroquia o visito otra iglesia, es impresionante ver la complejidad étnica de los reunidos. Católicos vienen de todas partes del mundo, y pienso que nuestra Iglesia es en verdad una Iglesia católica universal. Venimos de todas partes, nos sentamos en la misma mesa y compartimos el mismo pan. Es una universalidad que no la hace un solo pueblo.
Esa universalidad nos ha sido legada por muchos que han dedicado sus vidas a continuar la misión de Jesús, llevando su palabra a los lugares más recónditos del universo, algunos de ellos a costa de sus propias vidas. Esta semana celebramos la fiesta de san Issac Jogues, quien fue uno de los primeros en traer la fe católica al estado de Nueva York. En 1646, Issac Jogues fue asesinado por los indios en Ossernenon, hoy Auriesville, en el norte del estado de Nueva York. San Issac Jogues dio su vida al tratar de llevar el amor de Dios a los indios iroqueses, contribuyendo así a la universalidad de nuestra Iglesia, y que eventualmente la fe se propagó en el área.
Aquí en Nueva York nuestra Iglesia sigue viva y creciendo. Es una Iglesia vibrante, diversa, rica; gracias a la tenacidad de Issac y la diversidad de los que siguen llegando.
Dulce M. Jiménez Abreu