Ya me parece estar oyendo a estudiantes y maestros dando un suspiro alegre y profundo porque por fin llegaron las vacaciones. Y, ¿por qué no? Han sido muchos meses de preparaciones de clases, correcciones de trabajos, tareas escolares, reuniones, acontecimientos imprevistos, veladas de Navidad y Semana Santa, preparaciones para los sacramentos, proyectos extracurriculares, y alegrías y penas en buena cantidad. Un año más que pasará a la historia y a la memoria de padres, estudiantes y maestros.
Pienso que este no es todavía el final, por más que así lo queramos. Ahora es el momento de hacer inventario de todas las cosas buenas que pasaron y las cosas que pudieron tener mejores resultados. Por ejemplo, los padres pueden contar (y compartir con sus hijos) las muchas veces que sus hijos demostraron con su comportamiento los valores que les enseñaron; los trabajos escolares que los mantuvieron enfocados; las cosas que descubrieron o aprendieron durante el año. Sean pocos o muchos, este es el momento de estimularlos de manera positiva a continuar sus estudios. Los padres deben también reconocer sus fallos, como cuando no ofrecieron su ayuda o apoyo cuando lo pudieron hacer. El nombrar nuestros errores nos ayuda evitarlos en el futuro.
Nosotros los maestros nos debemos preguntar: 1. ¿Cuáles fueron mis objetivos este año? ¿Los conseguí? ¿Cuáles no pude lograr? ¿Por qué? 2. ¿Qué experiencias le proporcioné a mis estudiantes que les puedan ayudar a desarrollar un concepto mejor de la vida, de la fe, del prójimo, o de la comunidad en años venideros? En otras palabras, ¿Qué memorias se llevan mis estudiantes de este año? No es pequeña la responsabilidad que tenemos como maestros de la fe.
Los estudiantes necesitan hacer su propio inventario también.