Julio 19, 2016 Creemos Temas Santos
Padre Juan Luis Calderón-Vicario parroquial y director de catequesis en New Jersey
No todo es lo que parece. Parecía un día cualquiera en el lago de Genesaret y Santiago parecía un pescador más. También Jesús parecía un predicador ambulante, de esos que abundaban por allí en tiempos turbulentos como aquellos. Hasta eso parecía de lo más habitual: otra época convulsa cualquiera en la historia de Israel. Sucedió que en medio de aquella “nada” cotidiana se encontraron Jesús y Santiago (Mc 1:19). Y todo fue diferente. No todo es lo que parece, no. Ese día quedó comprobado. Lo más grandioso puede estar escondido en lo cotidiano. Así sucedía con Jesús y con Santiago. “Tesoro en vasijas de barro”, lo llamó san Pablo más tarde (2Co 4:7). Pero ese día Santiago no podía imaginarse que iba a ser testigo de lo más grandioso que la vida le pudo ofrecer. No es solo que ese día cambió su vida, fue mucho más. Y sucedió en un día cualquiera.
Celebrar la fiesta del apóstol Santiago el 25 de julio o simplemente recordar que existió, es una hermosa oportunidad para que todos soñemos en grande. Posiblemente ninguno de nosotros recuerda la primera vez que oyó hablar de Jesús (en mi caso, como hijo de una familia católica, casi seguro que fue el mismo día que nací, pero no estaba yo para sermones ni jaculatorias en ese día). Tampoco el Evangelio nos dice qué día fue que Jesús le salió al encuentro a Santiago. Solo sabemos que Jesús iba caminando por la orilla del lago (Mt 4:18) y, casi por casualidad (para Dios, ¿existen las casualidades?) vio a dos hermanos (Pedro y Andrés) y luego a otros dos (Santiago y Juan, Mt 4:21), los llamó a todos “y en seguida ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron” (Mt 4:22). Seguramente la cosa no fue tan simple, pero el caso es que así lo cuentan los evangelistas, quizás porque así lo contaban ellos mismos cuando algún otro discípulo les preguntaba cómo se habían metido ellos en ese lío de las cosas de Jesús. Esa crónica sencilla nos deja la gran enseñanza: al repasar la propia historia, lo único que importa es que se sintieron llamados por el Señor y le respondieron. Lo demás, detalles sin importancia, que a nosotros nos dan curiosidad, pero que para Santiago y los otros, protagonistas de la historia, carecían de interés.
Aquel pescador “cualquiera” de Galilea, se convirtió en seguidor del Jesús ambulante que “recorría toda Galilea, enseñando en la sinagoga de cada lugar, anunciando la buena noticia del reino y curando a la gente de todas sus enfermedades y dolencias” (Mt 4:23). Santiago fue testigo de todo aquello: de palabras y enseñanzas, de sudores y milagros, de compasiones y llantos. Hasta que un día, después de muchos paseos por Galilea, después de muchos dichos y hechos de Jesús, recibió una nueva invitación, la segunda, la definitiva: ser apóstol (Mt 10:1-3). Si aquella primera salida junto a Jesús dejando todo se basó en la curiosidad por ver quién era el Maestro, hoy la cosa ya es consciente y sabiendo a lo que iba. Santiago ya ha aprendido las cosas de Jesús y decide aceptar la oferta definitiva de ser “pescador de hombres”, haciendo lo mismo que hacía Jesús. De pescador en el lago a predicador de la buena nueva. Decisión consciente de quien se siente motivado por lo escuchado y lo visto. Santiago no “compró” una bonita idea teórica, sino que se comprometió con un proyecto que YA se hacía carne a casa paso de Jesús, con cada palabra y cada milagro.
Junto con su hermano Juan y con Pedro, Santiago entró a ser uno de los del círculo íntimo de Jesús por su profundo y consciente compromiso con el Evangelio. Esa cercanía privilegiada con el Señor le convierte en testigo presencial de la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5:21-43), de la transfiguración de Jesús (Lucas 9) y de la oración en el Huerto de los Olivos (Mc 14:33). También fue uno del pequeño grupo de discípulos que se encontraron con Jesús resucitado, de nuevo a orillas del lago de Genesaret y que vio la pesca milagrosa (Jn 21:1-8) y esperó en el Cenáculo la venida del Espíritu Santo (Hch 1:13). La tradición le sitúa después, predicador peregrino por la Península Ibérica y otros lugares. Se le pegó esa costumbre andariega del Señor. Pero ese caminar por la vida tuvo un propósito firme. No era solo ir sin alforja ni bastón, sino caminar lleno de lo que verdaderamente hacía falta: del reino de Dios y su justicia. Por eso no importa demasiado que le arrancaran la vida decapitado por orden del rey Herodes Agripa I (Hch 12:2). Al fin y al cabo, él ya había entregado su vida a Dios y a su misión.
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